El día que volví a rezar.
Si me van a encontrar muerto, por lo menos que sea en mi
cama y medio presentable. Eso pensaba mientras me levantaba del piso con la
vista nublada, sin distinguir entre arriba o abajo, ya habiéndome dado por
vencido. Estaba en el piso porque decidí hincarme para quitar un poco el mareo.
Al acercar mi cabeza al suelo, cerrando los ojos, noté como todo se oscurecía,
excepto una gran luz en el centro. Conque así es, pensé. Nada de ver una
película de mi vida, nada de familiares sonriéndome desde el otro lado, nada.
Solo la oscuridad devorando ese punto de luz. Sólo el silencio. Me levanté y
decidí que lucharía. Eso de morirse no es emocionante. Por lo menos no
así.
Un conjunto de venas muy rojas y manchas amarillas le daban alegría a la esclerótica de mis ojos. Desde que tengo memoria de observar mis ojos, recuerdo esas venas y esas manchas amarillas, que fueron diagnosticadas como “manchas por el sol” por algún galeno. Antes de la operación con láser ya las tenía y hasta el día en que dejé de morir las tuve.
Escucho las voces de los doctores a lo lejos. Uno se acerca
a decirme que me van a poner algo, pero lo interrumpo diciendo que no me diga
nada. Él obedece y sólo me tranquiliza. Yo estoy muy tranquilo. Miré la muerte
a los ojos hace unas horas y acordamos dejarlo para otro momento. En ese
momento, pensé que precisamente ése era otro momento y cambié mi tranquilidad
por un letargo inducido por la poca sangre que llegaba a mi cerebro.
La esclerótica es totalmente blanca. No tiene una sola vena
y las machas amarillas han desaparecido. No reconozco mis ojos y creo que son
estos que traigo puestos porque los veo en mi cara en el espejo. Pero son
diferentes. Ven más allá de lo que acostumbraban a ver. Vieron más de lo que
deseaban ver y regresaron limpios. Asomarse a ese vacío los llenó.
Vas a escuchar lo que dicen los doctores, aunque estarás
semidormido, me dijo alguien después de quitarme la poca ropa que me quedaba.
No pensé ni dije nada. Abrí los ojos y miré una pared con un solo nombre. El
mío. Estaba en esa pared como iniciando una lista. No sabía, en ese momento, si
era la lista de los que sí o de los que no. Sólo el nombre en la lista y el
murmullo lejano. Oscuridad y silencio.
Tres cruces de saliva sirven para que se quite la dormido en
una pierna creo recordar que dicen que decía mi abuela. A mí ya no me
funcionaba eso. Cuando una pierna o un brazo decidían dormirse, se quedaban así
por horas. Lo único que podía hacer era abrir y cerrar la mano o mover el pie
en círculos, esperando que regresaran a la normalidad.
¡GERMAN! Me despertó un grito y regresé del vacío en que me
encontraba. No recuerdo donde estaba porque era todo negro y negro era el
sonido hasta que el grito me despertó. Atiné a decir “¿ajá?” pero no escuché
nada más. Supongo que abrí los ojos y vi una luz intensa sobre mí y sentí
algunos jalones en los costados.
Mis brazos y mis piernas no se han vuelto a dormir y las
cruces de saliva se han quedado en lo que creo recordar. Como pegarte en las
rodillas en el baño. Estoy casi seguro que también lo decía ella. O alguien.
Después de esos jalones, una sucesión de luces y algunos
brinquitos. Me estaban moviendo. Ya no eran tantas las personas a mi alrededor
que podía ver el techo. Un elevador. No sé si sube o si baja. Abren las puertas
y llego a un lugar donde me dicen “descansa”.
El pecho me dolió por muchos años. Algunos
electrocardiogramas y visitas a muchos médicos después, el más viejo de todos
diagnosticó una costilla rota y mal soldada, que dolía con el frío u otros
factores externos.
De qué voy a descansar si no me he parado de esta cama desde
que llegué, pensaba mientras entrabas por la puerta. No recuerdo que dijiste ni
siquiera si yo hablé. Vi una lágrima en tu mejilla derecha, la que no me
mostrabas y recordé por qué decidí estar vivo.
Ya no me duele el pecho. Quizá el catéter arregló la
costilla o el doctor era tan viejo que había olvidado cómo ser doctor.
También entraste tú con cara de angustia. Te vi apenas
cruzaste mi ventana y alcé la mano. Todo está bien te dije. Después entraste tú
y me tomaste la mano; dijiste muchas cosas que ni me acuerdo y ni te acuerdas
pero contuviste el llanto. Al final entraste tú; con cara de preocupación por
mi salud y por mi reacción. Sonreí.
Lo único que recuerdo claramente de ese día es que recé.
Recé mucho.