Las *#$%&

“Espérame… wait” le dije a mi papá un día. Como iba cuatro pasos delante de mí, no alcanzó a propinarme la cachetada que merecía según lo que mi defectuosa pronunciación le dio a entender y sólo preguntó, con su cara calmada pero esa voz de trueno que indicaba que estaba por desatarse una tormenta “¿Espérame… QUÉ?” Mis ojos se abrieron como platos y mi cerebro comenzó a girar a diez mil revoluciones tratando de adivinar por qué esa reacción. Un instante después entendí y pude decir, lentamente, con un hilito de voz: “gu… ei… T”. Me aseguré de pronunciar la te como si las consonantes mayúsculas se acentuaran.

Quienes me conocen saben que siempre he sido mal hablado. Supongo que era parte de mi afán adolescente de ser diferente y auténtico. Mis amigos, aunque sabían que de mi boca saldría algún improperio, seguían sorprendiéndose y a veces molestándose. Muchas veces me pidieron limitar las maledicencias antes de entrar a sus casas. En resumen, hablaba yo como “cargador de la Merced”, sabía que estaba mal y me sentía importante por hacerlo.
Sin embargo, en ocasiones formales o frente a desconocidos o cuando con menos años, había un mayor cerca, aplicaba yo esa formación y conocimientos adquiridos en años de estudio con religiosas y disimulaba.
Hoy en día, la palabra güey es complemento de casi toda conversación entre personas de cualquier edad. No hay restricciones para aderezar, a veces innecesariamente una frase con un güey por aquí y otro güey por allá. En la televisión, en las escuelas, en los libros. Quizá hoy mi padre me respondería con un “apúrate” en lugar de cuestionar mi pronunciación. De decirnos güey los amigos, hoy todos lo somos y todos contestamos cuando sea quien sea nos llame así.
Porque hoy está bien. Es una convención social, no está escrita ni hay un libro antimodales que permita usarla sin limitación, sin importar si es en público o en privado o si estás en la presencia de mayores o menores. Al contrario, pareciera que si te limitas, es porque eres muy güey.
Ser o decir güey ya está superado. Hoy vemos propaganda en que se usan frases como “partirse la madre”,  “son chingPIIIIIIderas” o “una patada en los güePIIIvos”. Eso sí, hay un censurador PIIII pero aplicado de manera que deforme pero se escuche la palabra.
Pero ¿de dónde viene esto? ¿Es sólo una evolución lógica del lenguaje? No lo creo. En los últimos años hemos emprendido una serie de acciones encaminadas a volvernos más tolerantes, a prevenir la discriminación y la igualdad entre todas las personas.
Queremos una sociedad en donde yo no incomode a los demás, pero no sacrifique mi propia comodidad. Estamos en la brega para crear una especie de utopía de paz juarense ampliada en la cual se respete no sólo el derecho de los demás, sino que se considere que el derecho ajeno no puede ni debe ser distinto al propio.
Ayer aparece en el video de la campaña de Hillary una pareja de homosexuales. ¿Todos tienen que aplaudir su “valentía” por iniciar de esa manera su campaña? ¿Debemos estar de acuerdo y aplaudir que aparezca un par de putos en el video? ¿No puedo decirles putos?
En aras de dicha sociedad respetuosa e igualitaria, yo no sólo debo respetar el derecho de los homosexuales a serlo, pero también debo comprometer mi derecho a opinar que ser homosexual está mal y aún más, debo elegir ciertas palabras para no dejar entrever mi opinión.
Porque en esta Oceanía orwelliana, opinar que la homosexualidad está mal, es no respetar el derecho ajeno a ser homosexual.
Pero por otro lado, en consecuencia, no respetar el derecho a opinar que algo está mal, está bien.
Así tenemos que la homosexualidad es correcta y cuestionarla es incorrecto, que hablar como cargadores de la Merced es correcto y decir “cargadores de la Merced” para describir nuestro modo de hablar, es incorrecto.
¿En qué momento lo que estaba mal se volvió normal? ¿En qué momento cedimos nuestro derecho de opinar y sólo nos permitimos ser? 

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