Reflexiones antes del Fin del Mundo II - Las diez de la noche


Eran las 10 de la noche.

Mientras en la trastienda se cambiaba el uniforme naranja, no dejaba de pensar en todo lo que haría a partir del día siguiente. En ocasiones anteriores lo habían llamado suertudo quienes, creyendo conocerlo, juzgaban su posición, su trabajo y sus relaciones creyendo que todo eso se había obtenido por suerte.



Sonrió al recordar cuando lo llamaban así. ¿Qué dirían ahora? ¿Que se le había acabado la suerte? Volvió a sonreír tocando el bolsillo trasero de su pantalón. Terminó de cambiarse, pero se quedó ahí, en esa bodega improvisada, viendo lo que había construido, literalmente, con el sudor de todo su cuerpo – la temperatura promedio era de 32 grados – y se sintió orgulloso de haber perdido todo aquello por lo cual le decían que tenía mucha suerte.

Él nunca pensó eso. Estaba convencido de que tenía muy mala suerte, que todo el universo se confabulaba en su contra para hacerlo tropezar una y otra vez. Era la tercera vez que perdía todo. Las primeras dos, cierto, fue por decisión propia y esta vez lo llevaron hasta ahí. Decidido como era volvió a empezar y pasaron meses, muchos meses, en los cuales apenas y podía cubrir sus deudas acumuladas y prefería no comer. Su coche, nuevamente, pitaba cada tercer día implorando por un poco de gasolina y él apenas le daba lo suficiente para moverse de la casa a la tienda.

Pedir ayuda no era una opción. Él era un sobreviviente y se jactaba de eso, de su fortaleza física y mental que lo llevaba a superar cualquier reto. Era engreído y se llamaba así mismo “indestructible”. Sin embargo, esta vez se sentía extraño. Una opresión en el pecho, el estómago le crujía más que de costumbre y tenía miedo de dormir por las noches, creyendo que en una de esas no despertaría.  ¡Él! El que nunca se angustió, que nunca se mostró presionado sin importar la gravedad de cualquier situación. Él, que siempre se reía de la muerte y que llegó a retarla en varias ocasiones, ahora sentía que flaqueaba.

Lo más extraño era el sentimiento que lo embargaba. Se preguntó muchas veces si eso era lo que sentía la gente común cuando necesitaba ayuda o cuando algo le preocupaba. Nunca había sentido eso y se asustaba cada día más.

“Cuando está más oscuro es porque va a amanecer” y otras frases prefabricadas y sobre utilizadas por aquellos que nunca han tenido problemas, no le servían excepto quizá, para maldecir a todos aquellos que las decían y que nunca se habían visto en una situación similar. Se repetía que es tan fácil ser consejero de los demás y tan difícil seguir los propios consejos.

No había perdido su sonrisa fácil. Sonrió nuevamente al recordar a tantas personas, cercanas y lejanas que acudían a él por consejo, que lo consideraban útil y que pensaban que en sus respuestas estaba la solución. Su problema, su supervivencia, no tenía solución cercana y se esforzaba por intentar diversos caminos para arreglar el asunto. Todos eran callejones sin salida y ya estaba dándose por vencido.

Pero su anhelo de indestructibilidad lo motivaba a seguir adelante. Si e otras ocasiones no habían podido con él, esta vez tampoco podrían. Y lo volverían a llamar suertudo. Y volvería a sonreir.

(Esto se escribió hace tiempo ya. Sin embargo nunca lo titulé y ahora es que aprovecho para sacarlo como reflexión antes del fin del mundo. Es una reflexión antes del fin, programada para mostrarse en una fecha después del fin del mundo. Eso es lo que había entonces)

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