Yo, el indio (o El día que la muerte se tardó, con una conclusión que dos mil días después lanza una pregunta al aire).
Ese día, Mictlantecuhtli se
levantó y se puso su amaneapalli más cómodo. Sabía que tendría que viajar más
de mil kilómetros para recoger un alma. Aunque es largo el viaje, vale la pena cuando
eres el señor del Mictlán y ese es tu trabajo.
Han pasado dos mil días de esa
misión frustrada. Cada uno de esos dos mil días, el indio se ha levantado para
agradecer a su Dios, el todo poderoso, por haber puesto esas distracciones en
el camino que retrasaron a tal grado a Popocatzin que no pudo cumplir con su sombrío
trabajo. Los últimos recuerdos alrededor de la hora nona de ese lunes, incluyen
un hospital, un elevador, una camilla y mucha gente desconocida alrededor. Parecía
que todas las fobias del indio se pusieron de acuerdo para prepararlo para el
trabajo del distraído pero letal visitante. Pero una sola oración, una sola
invocación y un solo recuerdo rondaron su cabeza y permanecieron mientras
llegaba la oscuridad y hasta que volvió la luz. No pasó toda su vida por sus
ojos. No vio una luz ni sintió deseo alguno de ir a ella. Sólo una oración, una
invocación y el recuerdo de su familia, sus padres, sus hijos, sus hermanos y
uno que otro conocido estaban presente en su mente, junto con algunos
pendientes que dejaría en el trabajo y todos comandados por quien al final, con
sus reacciones rápidas, su pericia para volar en las calles y dos gritos en el
momento adecuado operó los designios divinos y derrotó al señor de la muerte,
en nombre de una promesa de amor.
Un día, quinientos, mil
o dos mil días después ¿qué se le dice a la mujer que salvó tu vida?
¿cómo se agradece a los que dejaron todo para estar contigo?