Reflexiones antes del Fin del Mundo I - La Madre y sus tigres
Después de tanta música y diversión recordando en mis entradas anteriores, me he dado
cuenta que el fin del mundo nuevamente está a la vuelta de la esquina.
Eso me ha llevado a escribir algunas reflexiones sobre lo
que fue este mundo. El mundo en que viví y que, por decisión y predeterminación
de antiguas culturas, está llegando a su fin.
La primera es personal aunque quizá haya quien la sienta
como propia. Ahí se las dejo.
La Madre y sus tigres.
Hoy intenté hablar con la Madre Orlanda. Ella fue en parte,
la responsable de mi formación y deformación durante 12 años. En sus palabras, esas
metáforas que pocas veces comprendí en mi infancia y adolescencia y que hoy a duras penas entiendo, ella me
enseño a comer en la mesa pero me enseñó también que yo era libre de comer ahí
en la mesa o en el piso, con los animales - ella decía cerdos, cosa que en la
penúltima década del siglo pasado era aceptable, pero hoy ofendería a algunos,
muchos, todos.
La madre no está, salió al doctor, dijo la voz de una monja
mas joven, ¿quiere dejar un mensaje? ¿Qué tipo de mensaje le dejarías a la
Madre Orlanda? ¿Qué puedes decirle a la joven monja que con muchos años menos
que yo, seguro me llamará hijo, para que se lo transmita a la Madre Orlanda? Ni
siquiera sabía qué iba yo a decirle cuando hablara con ella y ahora pretenden
que le deje un mensaje.
Orlanda nunca se enfermaba, cuando llegabas a la escuela ya
estaba ahí, severa, evaluando todo el tiempo cómo se comportaban sus tigres.
Sabías de antemano que si faltabas a los principios básicos de un Apóstol del
Espíritu Santo, el jueves por la tarde tendrías una conversación con ella.
Podría decirle a la persona que tuvo la desventura de
contestarme el teléfono, que le dijera a la Madre que he comido en la mesa,
procuro sentarme y comer ahí, siguiendo todo aquello que me inculcó y amando a
ese tercio de Dios que le llaman Espíritu Santo. También he comido en el piso,
no sólo con los cerdos. He comido con todo tipo de alimañas y en ocasiones me
ha gustado y lo he preferido a la mesa. Imagino la mirada atónita de la madrecita al
recibir el mensaje, la manera en que lo entregaría a Orlanda.
En los eventos preparados por ella invitaban a las mamás de
todos los alumnos. Como sucede desde que Caín iba a la escuela, en ocasiones algunas
madres no podían ir. Los alumnos sin madre presente terminaban sentados al
fondo del auditorio, en una fila encabezada por la Madre. Ella los llamaba
“hijos de la guayaba” apelativo cariñoso y juguetón que en este fin del mundo
se considera despectivo y objeto de denuncias a las autoridades, aunque no
recuerdo a ningún hijo de la guayaba traumado por haberlo sido – yo también lo
fui alguna vez – ; además, si estaban
junto a la Madre y la Madre era madre en ese momento, ella misma sería la referida
guayaba que respondería por la temporal adopción de esos mocosos fugazmente desamparados.
Un año decidiéndome a llamarla y seguro continúa con el doctor. Ese
personaje al que muchos vemos como salvador, pues con su conocimiento y
habilidad puede salvar nuestra vida. Conociendo a Orlanda, sólo espera que
aquellos dolores que la aquejan, que son muchos o pocos, que yo no lo sé pues
no he hablado con ella, sean menores o menos molestos. O ambas cosas.
Orlanda, de falda y blusa, como se visten las monjas cuando
no usan el hábito, ya por conveniencia, por decisión o por exigencia legal,
jugaba al futbol. Algunas veces también la vi patinar y corretear jugando ese
juego que hoy mis hijos llaman pesca-pesca.
Ella era pescadora. Su vida la dedicó a pescar almas y
vocaciones. Generaciones y generaciones la vieron pasar por los pasillos, copón
en mano y sus pasos menudos y apresurados rumbo al sagrario. Genuflexión y
silencio y a seguir jugando, que para eso es el recreo.
Se que no espera que el doctor le salve la vida. La Madre
Orlanda salvó su vida desde que siendo pequeña y encerrada detrás de un
pizarrón, decidió dedicarse a salvar otras vidas menos terrenales, haciendo
amar a Ese que es representado como paloma blanca o lengua de fuego.
Después de esos 12 años nos alejamos, aunque mejor es decir
que me alejé. Tenía tanta vida y obligaciones y diversiones por delante que no
tuve más tiempo para dedicarme a recibir sus enseñanzas que, soberbia juvenil,
conocía de sobra.
Se acerca el fin del mundo y hoy han pasado tantos y más
años sin hablarle que aquellos en los que me enseñó. Pero en cada acción, sobre
todo las que implican comer en el piso, me descubro pensando si eso la haría
sentir orgullosa de este tigre. Y con base en su predicación interrumpida por
mi avidez, descubro que no siempre y trato de corregir.
Cerca del fin, también salvó mi vida. O más
allá.
Ningún mensaje. Vuelvo a llamar después.