La casa verde


Después de muchos años de tormentas llegó la calma. Habiendo sorteado muchas vicisitudes durante más de dos lustros, me detuve frente a la casa donde crecí. 16 años habían pasado que salí de ahí y hoy, aquí frente a ella me doy cuenta que nunca me despedí como se debe.


Aquellos árboles que crecieron conmigo ya no estaban. Dejaron su lugar para comodidad de sus nuevos habitantes. Ese árbol cuya especie nunca supe pero que todos los días medía con la mirada, esperando ansioso a que creciera más para poder construir una casa encima. El árbol nunca llegó a la altura deseada y ahora no está. Mi casa del árbol se volvió castillo en el aire.

Ese aire que en la mañanas de enero entraba por la nariz y congelaba hasta el estómago, calaba la espalda y que fue culpable de muchas de mis pocas enfermedades infantiles. Ese aire que hacía a mi padre gritar en cada salida – ¡llévate un suéter! –, ese aire que durante mi adolescencia me empeñé en contaminar, fumando a escondidas desde mi ventana.

Aquella ventana que causó la histeria de mi madre cuando llegó a casa y notó que estaba rota, pedazos de vidrio en el suelo, mi suéter – gracias, papá – tirado en el piso. Escena aterrorizante para cualquier madre de rápida reacción, quién construyó la peor de las historias respecto de mi paradero, mientras yo la observaba tomando limonada desde la cocina del vecino, quien amablemente me acogió en su casa después de que rompí el vidrio de la ventana y tiré mi suéter, en un infructuoso intento por entrar a mi casa por la ventana, pues la llaves estaban descansando ahí, donde siempre estaban.

Mientras miraba esa casa donde fui juzgado sumariamente por una mentira que nunca dije y fui absuelto por otras que sí dije, recordé los fantasmas que la habitaban.

El abuelo, cuyo espíritu rondaba el pasillo principal y que se mostraba molesto y causaba estragos cuando se olvidaban de él, hasta el día que decidió irse, curiosamente el mismo que llegue yo. La abuela que se divertía asustando a propios y a extraños. Tocando el hombro y diciendo los nombres, con esa voz que usan los fantasmas, de toda la familia, sentándose a media noche en la orilla de la cama.

Sí, la cama junto a la que se sentaba a ver televisión la tía María y donde nos narraba todo lo que veía, aguantando, como sin darse cuenta, las bromas que al respecto recibía y que ahora extrañamos todos sin decirlo.

Quise entrar, llenar mi memoria en ese terreno tan familiar y ahora tan extraño. Esa fachada me mandaba un mensaje. Decidí no hacerlo. La casa verde, siempre verde y que por tradición nunca me atreví a criticar me enviaba un mensaje y de no haberlo recibido hubiera seguido con mi plan original.

Los cuartos, la cocina, la sala, el patio y las escaleras, esas escaleras traviesas que tiraban a mi hermano todos los días, seguían inmutados en mi memoria. Es mejor no cambiar esos recuerdos por una realidad que pudiera opacarlos.

Me di la media vuelta y seguí mi camino, otra vez sin despedirme de la casa donde me hice lo que soy. Ella ya no era verde, era amarilla.



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